jueves, 8 de septiembre de 2016

La Azucena de las Carmelitas (ocurrió en el desaparecido Beaterio de las Carmelitas Descalzas)

Todos los rincones del centro histórico de la ciudad siempre tienen algo que contar, desafortunadamente con el paso del tiempo esos secretos resguardados van desapareciendo o quedando olvidados tras los muros de los templos, conventos y casonas antiguas, tal es el caso de este suceso que ocurrió en el desaparecido Beaterio de las Carmelitas Descalzas de Valladolid y que se aferra a desaparecer de la tradición oral de la virreinal Morelia; a pesar de que del lugar referido apenas queda un cascajo de lo que antiguamente fue, esta leyenda se niega a desaparecer. Este hecho ocurrió en lo que actualmente conocemos como la Central Vieja de Autobuses, en la zona sur del centro de la ciudad y ha pasado generación tras generación de la siguiente manera:

El Convento de las Carmelitas que estaba al sur de Morelia quedó, como todos, reducido a ruinas hace más de medio siglo. Una iglesita con su campanario en forma de palma con tres campanas y una esquila para llamar a maitines, que llevaban los respectivos nombres de Teresa, Juana, Guadalupe y María, se levantaba en la esquina del convento. Un espacioso claustro poblado de celdas con su bulliciosa fuente en el centro rodeada de olorosos naranjos. A unos veinte pasos de la fuente se erguía un corpulento y obscuro ciprés. En uno de los testeros del claustro se mecía como flotante pabellón, una olorosa mosqueta que en armonía con los azahares de los naranjos saturaban de aromas el ambiente. En el lado opuesto una frondosa bugambilia o camelina morada sombreaba la celda de la madre abadesa. Más allá del claustro se extendía la huerta de limoneros, naranjos, duraznos, chirimoyos y demás árboles frutales. Eran allí cultivadas también toda clase de flores y rosas que esmaltaban el jardín y embalsamaban el ambiente. En el medio de la huerta había un pozo de agua cristalina y dulce, sombreado por un fresno de admirable corpulencia. Un muro de calicanto circundaba el convento y la huerta, dejando ver por encima las copas del fresno, del ciprés y de los demás árboles, y estando coronado de yedras y campanillas que se derramaban por la parte de afuera, alegrando las vecinas callejas de casas destartaladas y mohosas. Junto a la portada del convento un azulejo incrustado en el muro decía: Beaterio de Carmelitas.

Allí vivían las religiosas ocupadas día por día en la oración, en la asistencia al coro y a los divinos oficios, en la enseñanza y educación de las niñas pequeñas, en la fabricación de los famosos guayabates y en el cuidado del jardín y de la huerta. Esto es: servían a Dios, a los demás y a sí mismas.

Entre ellas pasaba la vida tranquila y reposaba una joven de veinte abriles de una hermosura incomparable, rostro ovalado, nariz recta, ojos grandes y azules, boca pequeña de labios delgados y rojos como cacho de granada, la barba partida, al reír dos hoyuelos en las mejillas, oídos nacarinos y transparentes; cabellera larga y dorada. Su busto alto y mórbido, el cuello y los brazos torneados y las manos aristocráticas. Su cuerpo elevado, esbelto y flexible. Sus pies pequeños y firmes. Su fisonomía y sus ademanes revelaban su alcurnia. Era doña María Fuensálida, marquesa de Aldara y que en religión llevaba el humilde nombre de sor Angélica de la Cruz.

Fachada de la Capilla del Beaterio de las
Carmelitas, es lo único que sobrevive del
complejo conventual


Su vocación al estado religioso había sido decidida y comprobada, y en la corte de México no hubo medio de apartarla de ella. Muchos nobles y ricos pretendientes pidieron su mano y a todos con la mejor cortesía se la negó. Hubo uno, sin embargo, más tenaz que todos: don Luis Pelaez, mayorazgo de la Montaña de Santander que vino a México, acompañando al virrey marqués de Croix y quedó prendado de la belleza de doña María, en cuanto la vio en un sarao de la corte del virrey. Era el menos simpático para ella; pues aparte de su poca nobleza y dinero aunque era apuesto y garrido militar, era un aventurero, de conducta disipada y de genio feroz. Y si a pretendientes tan nobles y ricos como ella y de arraigo e irreprochable conducta, había negado su mano, "¿Cómo se la iba a conceder a un aventurero? Esto irritó a don Luis de tal manera, que la perseguía a muerte por donde quiera: en la calle, en su casa, en los paseos, en los conventos. Esto fue lo que determinó a sus nobles padres, traerla al Beaterio de Carmelitas de Morelia.


Allí en aquel asilo, pasó sin contratiempo el año de noviciado y al cabo profesó en medio del mayor contentamiento suyo y de sus superioras. Más todavía allí no estuvo la paloma al abrigo del halcón. Don Luis descubrió el agujero de la roca donde moraba doña María y allá se lanzó furioso y desesperado.

Apenas se sacudió el polvo del camino, cuando ya estaba rondando el convento para encontrar un momento oportuno de verle y hablarle. Pero allí como en México, jamás consiguió nada. En las horas en que las religiosas asistían al coro, allí estaba don Luis junto a la reja lanzando hacia adentro miradas escrutadoras por ver si la distinguía, para contemplarla cuando menos. Cuando cantaban maitines, aplicaba el oído a ver si escuchaba entre todas su voz argentina y dulce. Mas todo era inútil, porque sabiendo la abadesa que allí estaba don Luis, dispensaba a sor Angélica la asistencia al coro, cuando la iglesia estaba abierta, a fin de ocultarla a las miradas de su tenaz perseguidor.

Las noches serenas bañadas por la apacible luz de la luna, como las oscuras tachonadas de estrellas y aquellas en que el cielo encapotado derramaba agua a torrentes, allí estaba don Luis ya en una esquina ya en otra, espiando el momento oportuno de que entrasen a maitines para aplicar el oído a la puerta de la iglesia para escuchar o más para adivinar la salmodia de doña María.

Este estado de cosas no podía durar para siempre. Aburrido, enojado don Luis comenzó a meditar un plan diabólico, terrorífico para ablandar la roca de granito como él llamaba a doña María frente a sus camaradas. Pensó asaltar el convento en altas horas de la noche y robarse a sor Angélica y huir con ella por sendas extraviadas, por montes, por donde hubiera un lugar oculto para vengar tanto menosprecio, tanto desdén sufrido hasta entonces pacientemente por él.

Una madrugada fría y húmeda, cuando las religiosas se entregaban profundamente a un sueño reparador y los servidores del convento estaban todavía muy lejos de llegar, con una ganzúa de antemano estudiada y preparada, abrió la puerta falsa de la huerta por donde entraba la leña y el carbón, por donde salía la fruta y la hortaliza para el mercado. Llegó cautelosamente al silencioso claustro y se encaminó a la celda de sor Angélica que dormía apaciblemente. Entreabrió la puerta y a la luz débil de una lamparilla que ardía frente a una estampa del Señor de la Columna, la contempló absorto por breves instantes; pero mirando que no había tiempo que perder, tomó en sus brazos a sor Angélica y partió con ella por la huerta. Como sor Angélica gritase, la amordazó a fin de impedir sus gritos, de tal modo que las demás religiosas no oyeron nada. Ya en la huerta, sor Angélica hizo un esfuerzo supremo para escapar de los brazos de su raptor; mas éste enfurecido por la resistencia heroica de aquella virgen, le ató una soga al cuello y la colgó de aquel fresno que estaba junto al pozo y huyó precipitado, sin haber enturbiado aquella agua cristalina y pura.

!Qué mañana más hermosa! El cielo azul con una que otra nube flotando como góndola de nieve. El Sol radiante del equinoccio caldeando la atmósfera diáfana y quieta. E1 azahar, las mosquetas y la azucena perfumaban el ambiente, embriagando con sus aromas. Las doradas mariposas iban de flor en flor libando el néctar de sus cálices. Los pintados pajarillos no cesaban de ensayar sus trinos y gorjeos. En tanto que la naturaleza lucía sus galas primaverales, las religiosas hablándose en voz baja, iban de un lugar a otro aterradas, confusas, espantadas sin hallar que hacer. La celda de sor Angélica sola; suben, bajan; van y vienen; se preguntan, se responden y nada, hasta que en vertiginosa carrera llega el hortelano a dar parte a la abadesa de lo que sus ojos habían visto en la huerta. El cadáver de sor Angélica flotaba colgado de unas ramas del fresno del pozo. !Un suicidio!, exclamaron, pero esto no es posible; sor Angélica era un modelo de virtudes incapaz de llevar a cabo semejante crimen.

No, aquí hay otra cosa, un rapto y como ella se defendiese fue asesinada colgándola para que dijeran que había habido un suicidio, tanto más cuanto que don Luis conocido ya de toda Valladolid, había desaparecido de la noche a la mañana. La autoridad virreinal tomó cartas en el asunto sin aclarar nada; lo que produjo la duda y se declarase de parte de los que opinaban, que había sido un suicidio, a pesar de que la puerta de la huerta se había encontrado abierta; pero el hortelano no se acordaba si la había o no cerrado, dado que muchas veces la dejaba abierta y quizá aquella había sido una de ellas. Descolgaron por tanto el cadáver y sin las honras fúnebres del caso lo sepultaron al pie del fresno del pozo. Consternadas, sin embargo, las religiosas no dejaban de suplicar a Dios por el descanso eterno del alma de sor Angélica, aunque todas las apariencias decían que había muerto en pecado.

Pasó el tiempo; casi ya nadie se acordaba del espantoso suceso, cuando una mañana el hortelano encontró sobre la fosa de sor Angélica una mata de azucena florida sin antes haberla plantado allí. Año por año se repetía el prodigio hasta que la abadesa a instancias de la comunidad, mandó exhumar los restos de sor Angélica, llevándolos procesionalmente a la iglesia donde se les cantó un funeral y se depositaron en el coro al lado de los sepulcros de las demás religiosas muertas en olor de santidad.

Más de año en año se repetía el prodigio de la azucena con grande admiración de todos. Ya en ruinas el Beaterio de Carmelitas, destartalado el coro y mal sosteniéndose el artesonado de la iglesia, aun había quien lo visitaba. En el claustro había viviendas de gente pobre. La huerta aún conservaba el pozo y el fresno junto al cual había estado la tumba de sor Angélica. El pozo estaba aterrado y lleno de zarzas. Y en el lugar del coro donde reposaban los restos,  la vieja que cuidaba de la vecindad mostraba a los visitantes una mata florecida de azucena, después de haberme contado a esta leyenda de la azucena, único recuerdo y señal de aquel prodigio venido desde el más allá.

Ruinas del Beaterio de las Carmelitas (Foto: Ing. Manuel Rodriguez)









1 comentario:

  1. No hay duda de la riqueza en historia, mitos y leyendas de nuestra bien amada Morelia es grandiosa y el utilizar este medio para difundir y preservar es de agradecesrlo. Felicitaciones

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